Mi nombre es Pedro Girado, tengo veinte años y estoy en el segundo año del seminario.

Desde muy chico, en mi familia y el colegio, fui criado en la fe católica. No era una cuestión primordial en mi vida, pero ya a partir de primaria, una vez al año en los retiros, tomaba cierto protagonismo.

Cuando tenía quince años entré al grupo misionero de la parroquia, un poco porque había visto a mis hermanos más grandes volver de misiones con una alegría que se percibía distinta, y otro poco porque sí, porque surgió con mis amigos. Esa primera misión me marcó muchísimo. Antes de esa experiencia no sabía que las cosas se podían vivir con tanta profundidad, no sabía que me podía desplegar así, no sabía lo que se sentía entregarse a los demás, no conocía lo que era compartir todo eso con amigos y, por último, no sabía que Jesús estaba tan cerca.

Un año después, haciendo ejercicios espirituales con el colegio, en una oración me entró la duda: ¿tendría que ser cura?. Me desesperé. Primero porque no sabía de dónde venía esa pregunta (porque no tenía mucho que ver con lo que nos habían dado para rezar) y segundo porque me pareció que tenía que tomar una decisión inmediata.

Sentí mucha paz cuando resolví no darle demasiada cabida en ese momento: seguir mi vida, estudiar una carrera, trabajar, y si algún día tenía que ser, sería. Y fue por esto mismo que todo eso quedó en secreto, con Jesús.

Casi dos años después, fui a una adoración en la parroquia a la que, casualmente (y raro de mi), había entrado sin nada: sin cuadernito espiritual, ni la reflexión que nos daban ahí, ni una hoja, ni el celular; estaba con las manos totalmente vacías. Y fue ahí que me surgió el mismo sentimiento que había tenido dos años antes. ¿Y si tenía que ser cura?

De nuevo me desesperé y después de una semana de idas y vueltas, está vez sin encontrar paz, terminé hablando con un sacerdote de mi parroquia. En ese momento sentí mucha paz cuando decidí que era algo que tenía que discernir. Todavía no sabía que iba a hacer, pero sí que mi vida quedaba enfrentada a esta cuestión.

De ahí empezó un año entero de idas y vueltas, de debatir conmigo mismo, con Dios y con la vida. A veces sentía que no valía la pena, que había otros proyectos, otras cosas que tenía enfrente para encarar, etc. Y otras veces sentía que esto lo valía todo y más; algo en el corazón se me encendía como si estuviese misionando.

Después de mucho pensar y muchísimo rezar terminé viendo que Jesús quería eso de mí, y no sólo eso, sino que también yo lo quería y me prendía fuego y me hacía muy feliz.

Tomada la decisión tuve mucha paz, me sentí muy libre y aparecieron nuevamente sentimientos parecidos a la primera misión: descubrir una nueva profundidad, que me podía desplegar aún más, el querer entregarme por entero, la alegría de compartirlo con otros y esta certeza que aparece siempre nueva: «Jesús, no sabía que estabas tan cerca».