Pienso en mi vocación, en cómo surge y me doy cuenta de que nace mucho antes de lo que me podría llegar a imaginar.

Desde chico con mucho amor mis padres me educaron en la fe. Esta fe que mis padres me transmitieron se fue profundizando en el secundario cuando empece a misionar. En la misión fui acercándome más al amor de Dios, descubriéndolo muy cercano. Me encontré también con realidades muy duras, que me interpelaban, por lo que decidí estudiar trabajo social. Habiendo estudiado medio año sentía un vacío, había algo que no me terminaba de llenar.

Fue muy claro en un voluntariado en Santiago del Estero; creo que uno puede poner a Dios en todo lo que hace, pero me faltaba hablar de Él, no podía callar el amor de Dios que había experimentado misionando.

Fue así como empece a preguntarme si Dios me estaba llamando al sacerdocio. Los primeros sentimientos eran de indignidad: ¿Cómo Dios me iba a llamar a mí a ser sacerdote? Por momentos intentaba mirar para el costado, pero no es fácil hacerse el sordo cuando Dios llama.

Teniendo distintas experiencias de misión, de oración y con mi acompañante espiritual fui acercándome más a Dios y a su misericordia, descubriendo que llama a pecadores y que me llama tal cual soy. Fui viendo que no me llama por mis virtudes o a pesar de mis defectos sino que es por su bondad. Fue así, sabiendo que Él toma mi pequeñez y la hace suya, que decidí entregarle mi vida.